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Atisbando en la bahía…

Momentos de Terror y Angustia con la Balacera de Soriana en Tepic

Por Roberto Cervantes Flores.

Martes, 15 de Junio del 2010. 7:33:33 pm

Letra más grande

Aquí estoy frente a mi laptop. En casa de mis padres, apenas escasamente una hora y media después del enfrentamiento que grupos armados protagonizaron hoy sábado 12 de junio a la una y media de la tarde, tiempo de Tepic en el estacionamiento de Soriana, sobre la avenida Insurgentes. Mi madre, mis hermanas me piden que les platique lo que vivimos. Apenas podemos hilar lo dramático de esa quizá una hora, tiempo aproximado que duraron los estruendos provenientes de armas de muy grueso calibre, incluyendo las calibre 50 conocidas como “Matapolicías” que atraviesan hasta carros blindados. Probablemente a mis dos pequeños hijos y a mi esposa jamás se les podrá olvidar el terror que vivieron, ni tampoco puedo imaginar el tipo de secuelas que queden, peor aún, solos en la camioneta, pues apenas un minuto antes yo había bajado y los había dejado en su interior para ir rápidamente por unas cosas, sin imaginar jamás el terror que viviríamos y la angustia, desesperación e impotencia de no poder ir al encuentro de ellos. Bajé de la camioneta, la dejé encendida con el aire acondicionado y prácticamente corriendo me enfilé a Soriana. Antes de llegar a la puerta principal de la tienda, empezaron a tronar armas de todos calibres. La gente comenzó a correr desesperada, otros se tiraban en el mismo lugar en donde estaban. Otros se metían debajo de los carros estacionados. Lo primero que intenté hacer fue volver sobre mis pasos, pero al voltear para atrás, vi como entre cinco y seis sujetos con armas largas y cortas, venían corriendo en dirección mía. No me considero valiente, mucho menos intrépido. Pero con los constantes enfrentamientos, he tratado de prepararme psicológicamente para no entrar en pánico y actuar con sensatez. También había platicado anticipadamente con mi familia. “En el momento en que suenen balazos, inmediatamente deben tirarse al suelo de la camioneta si están arriba”, les he dicho muchas veces a mi esposa y a mis dos hijos, el mayor de seis años y el menor de escasamente dos. Eso sirvió, puedo pensar para tranquilizarme. Cuando quise regresar a reunirme con ellos, vi que venían los sujetos armados, con chalecos antibalas la mayoría. Opté por protegerme en un pilar. Cuando venían más cerca, me agaché y me recargué de espaldas sobre el pequeño muro, pero luego pensé en recostarme totalmente aunque boca arriba para no perderme en el vacío. Voltee sobre mi hombro izquierdo, entonces en un local de enfrente, una casa de cambio, vi a un policía municipal con su pistola en la diestra. Nuestras miradas se cruzaron y, en silencio, los vimos pasar, uno de ellos iba herido, los otros lo protegían. El hilo de sangre casi mojó nuestro pantalón, pero permanecí quieto. Cuando hubieron pasado, me levanté. Me asomé y corrí para enfrente en medio de los ensordecedores truenos, después me di cuenta de mi error. Al lado del policía municipal, con su pistola en la mano, corría más peligro: “Siéntate en el suelo y no te levantes”, me dijo muy nervioso. Sonó mi teléfono, era mi esposa, los niños no lloraban, ella sí y temblando me pedía que fuera. Le dije que todo estaría bien, que en ese momento no podía ir, que tal como le había anticipado, se tirara en el suelo de la camioneta, que hiciera lo mismo con los niños, que por nada se levantaran, que ya estaba llegando la policía y en cuento cesaran los balazos iría con ellos. Entonces, los dos parapetados sobre las puertas de cristal, el policía y yo, vimos que pasó un nuevo grupo de pistoleros, tras los que habían pasado primero. El policía municipal que estaba a nuestro lado intentó levantar su mano empuñando la pistola calibre 38, le busqué la mirada y le pedí que no lo hiciera, en silencio. Los pistoleros pasaron, pero atrás seguían los balazos, por la cantidad de truenos, eran decenas contra decenas o quizá cientos, los que se daban con todo, apenas a unos metros de nosotros. Los que pasaron primero se fueron rumbo a los baños de la tienda, los otros los siguieron y, adentro, se volvieron a enfrentar. Adentro de la tienda sonaban los disparos. Por teléfono seguía pidiéndole a mi esposa que no levantara siquiera la cabeza, que siguiera acostada dentro de la camioneta. Poco después, llegaron policías estatales, pocos, muy nerviosos, nos preguntaron para dónde se habían ido y luego de que les dijimos, se fueron en esa dirección, aunque sus piernas querían irse para la dirección contraria. Luego se acercó cubriéndose un soldado, con su arma larga preparada y con gran decisión se fue para la refriega, como si estuviéramos en zona de guerra, que en realidad lo era. Entendimos y comprendimos lo peligroso de su trabajo, quizá, ningún sueldo sea suficiente para el riesgo en que se ponen, pensando que también son padres de familia. De repente, llegaron más policías estatales y federales. En tono fuerte uno de ellos me ordenó que me fuera hacia dónde estaban otras personas y que me metiera a la tienda coppel. Mientras los otros corrían yo caminaba tratando de que me escucharan, que fueran por mis esposa que estaba cerca de dónde estaban acorralando a los pistoleros. Me prometieron que irían. Me metieron a la tienda y a todos nos dijeron que nos fuéramos al centro de la tienda. Me negué, exigiéndoles que rescataran a mi esposa y a mis dos hijos. De repente, abrieron la puerta y nos indicaron que nos subiéramos a un camión blindado de la policía federal para sacarnos del fuego cruzado, me dirigí con el copiloto del camión y le pedí que me acompañaran policías a buscar a mi esposa. Dos de ellos se ofrecieron. Corre agachado cabrón, me indicaron. Al momento me sentí vulnerable completamente, ellos dos con armas largas y chalecos antibalas, yo solo con la angustia de ir por mi familia, cubriéndonos entre los carros llegamos hasta mi camioneta. Estaba vacía, “ya ves, te dije que habíamos despejado a toda la gente”, me dijo uno de ellos en tono de reclamo. “Ahora igual, agachándote vete para allá, al camión”, me ordenó uno. Tú traes uniforme, acompáñame para que no me vayan a tirar tus compañeros, respondí, al ver que se había llenado de policías y soldados que se cubrían entre los carros. Accedió. Cuando llegaba al camión, este dio marcha y se fue, entonces continué caminando hasta salir a la Insurgentes. Entre la gente empecé a encontrar compañeros reporteros. Apenas los saludé. El teléfono de mi esposa ocupado en todo momento. De repente, entró la llamada y me dijo que estaba en la tienda Ley, que allá los habían llevado los policías y soldados. Me encontré con ellos y terminó la pesadilla. Los abracé fuerte. La mirada de mi esposa fue con un pequeño dejo de reproche, porque estuvieron solos en esos momentos de terror. La comprendí. Cuando intenté regresar venían los pistoleros, si hubiera vuelto mis pasos, quizá estas líneas no habrían sido leídas, recuerdo ahora. Ellos estaban de alguna manera más seguros dentro de la camioneta, en tanto llegaban los cuerpos policiacos, al igual que lo hicieron otras personas, pienso. Lo bueno que eres valiente le dije a mi hijo Roberto de apenas seis años, luego de que mi esposa me platicó que no había llorado, que había permanecido agachado al interior de la camioneta tal como le había dicho. “Si, pero no con los balazos”, fue la respuesta con sus ojitos llorosos y rojos, lo abracé más fuerte. Me resulta extraño que en ningún momento temblaron mis piernas, tampoco las manos, probablemente la angustia de estar alejado de mis seres queridos en esos momentos de terror, provocaron que ni me haya acordado de ponerme nervioso. Sin embargo, ahora pienso que debí haber corrido hacia dónde ellos estaban, pero era seguro que me tiraran de balazos los sicarios, al verme correr en dirección a donde estaba el enfrentamiento. Siento un vacío en mi estómago, siento culpa, impotencia, coraje, frustración. Me queda la experiencia, de haber estado en medio de una balacera de ese tipo, nunca lo habría imaginado, al terminar de escribir estas líneas, ni siquiera sabía de mi camioneta, pero era lo de menos, lo importante es que ya había pasado todo, que estábamos en la seguridad del hogar, con mis padres, todos juntos. Ojalá ya pronto termine esto que está sucediendo. Oremos…

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